Hace poco que empezó a emitirse en España la segunda parte de la 7ª temporada de The Walking Dead y, mientras veía el episodio en cuestión, me puse a reflexionar sobre lo que me atraía tanto (y no sólo a mí) de dicha serie como para mantenerme enganchado a ella tanto tiempo . Y no es por los zombis. Es por el paisaje. Me explico: mientras miraba una de esas escenas, tan habituales en la serie, en las que se ve un paisaje urbano desolado, con edificios vacios y sus ventanas rotas, vegetación agreste surgiendo por las grietas del asfalto, con coches oxidados abandonados en las cercanías... tenía muy claro que lo que más me gustaba de la serie es que transcurre tras el fin del mundo. O, mejor dicho, tras el fin del mundo que actualmente conocemos.
Algo deben tener las historias que transcurren en entornos apocalípticos para que me (nos) fascinen tanto y se hayan puesto tan de moda en los últimos tiempos y, en mi caso al menos, creo saber lo que es.
Por un lado, creo que muchos de nosotros tenemos claro que este mundo en el que vivimos, en líneas generales, está mal, muy mal hecho. Basta ver las noticias cualquier día para darse cuenta de ello: vivimos en un mundo donde las desigualdades sociales y económicas (normalmente ligadas las unas a las otras) campan a sus anchas y lo peor de todo es la sensación no sólo de que no tienen remedio, sino de que la cosa va a más. Está claro que en algún momento de nuestro desarrollo histórico nos equivocamos garrafalmente, tomamos la decisión evolutiva equivocada y por eso estamos donde estamos. Os recomiendo encarecidamente la lectura de dos libros muy interesantes: Sapiens (de animales a dioses), de Yuval Noah Harari y Capitalismo canalla. Una historia personal del capitalismo a través de la literatura, de César Rendueles. Muy clarificadores al respecto.
Visto lo visto, es normal que, en muchos de nosotros exista una pulsión irracional, a lo Fernando Fernán Gómez, de mandar todo a la mierda o, al menos, de ver cómo todo se va a la mierda, aunque sea ficticiamente, y de ahí nuestra fascinación por este tipo de historias. En el fondo, a más de uno nos gustaría ver este mundo destruido para empezar otra vez de cero (espero que la CIA no este leyendo esto...). Claro que, todos los que pensamos esto, también pensamos (irracionalmente) que, de suceder, nosotros seríamos uno de los supervivientes, cuando la realidad es que es mucho más probable que entre esos probables supervivientes se encuentre, no sé, alguien realmente preparado como Jesús Calleja o Frank de la jungla, más que unos patéticos urbanitas como nosotros porque... seamos sinceros: ¿cuántos de nosotros estamos realmente preparados para hacer esas cosas que serían tan necesarias tras un apocalipsis mundial como cazar, pescar, sembrar, construir y hacer funcionar un generador eléctrico, etc.? Y ya no hablemos de otras cosas como coser heridas, entablillar huesos rotos... Una de las cosas que a veces se nos olvidan cuando deseamos que se acabe el mundo es que con él se acabarían también los avances médicos, los doctores, los hospitales, la anestesia... y que cosas hoy tan vulgares como romperse un hueso o clavarse un clavo podrían volver a ser causa de muerte. Olvidémonos de la esperanza de vida a los 80 años y hola otra vez a las muertes por parto.
¿Sabéis que es lo que me daría más miedo de sobrevivir al fin del mundo? Que de improviso me surgiera una infección de muelas. El momento que más me impactó de la película Naufrago, la de Tom Hanks, fue precisamente ese: ahí está ese pobre hombre en una isla desierta y, repentinamente, aparece el dolor de muelas, persistente, implacable, atroz, hasta el punto de que al final tiene que recurrir a sacarse la muela a lo vivo usando una piedra y una cuña. Eso es lo que pasa cuando te duele una muela y no hay dentistas a los que acudir.
¡Ouch!
Porque lo más interesante de las historias de apocalipsis no es el fin del mundo en sí, sino lo que pasa después, cuando ya no hay médicos, ni policía, ni ley, ni nada de nada y esa es la razón de que series como The walking dead hayan conseguido tenernos enganchados durante tanto tiempo después de planteada su premisa inicial.
Así, las historias sobre el fin del mundo y lo que viene después hacen que nos planteemos interesantes preguntas como ¿cómo se organizarán los supervivientes? ¿volverá a imponerse la ley de la jungla, la ley del más fuerte? ¿seguirán siendo válidas nuestras normas morales en un mundo donde sobrevivir es lo más importante? ¿seguirá creyendo en Dios la gente? ¿qué pasará cuando las latas de comida se acaben o caduquen? (por cierto, ¿sabíais que la gasolina quedaría inservible al cabo de unos tres años o así? Así que olvidaos también de ir en coche de allí para allá).
Así, las historias sobre el fin del mundo y lo que viene después hacen que nos planteemos interesantes preguntas como ¿cómo se organizarán los supervivientes? ¿volverá a imponerse la ley de la jungla, la ley del más fuerte? ¿seguirán siendo válidas nuestras normas morales en un mundo donde sobrevivir es lo más importante? ¿seguirá creyendo en Dios la gente? ¿qué pasará cuando las latas de comida se acaben o caduquen? (por cierto, ¿sabíais que la gasolina quedaría inservible al cabo de unos tres años o así? Así que olvidaos también de ir en coche de allí para allá).
Las posibles respuestas a esas preguntas son la fuente de nuestra fascinación por esas historias y más cuando resulta evidente que, con la globalización actual, sería muy fácil que una hecatombe a nivel planetario pudiera suceder. De hecho, hubo un momento de nuestra infancia, allá por los 80, en que un apocalipsis nuclear no nos parecía tan improbable. Aún recuerdo el terror que pasé ante una película que mi madre me llevó a ver al cine por aquellas fechas, El día después, que lo planteaba de una forma muy posible (y realista).
¡¡Quizás el film más importante jamás hecho!!
Hoy en día y descontando a los zombis, tampoco veo muy probable la posibilidad de un holocausto nuclear, pero ello no quita que el fin del mundo siga siendo algo muy posible. Tal como yo lo veo, las tres causas más probables por las que podría darse el fin del mundo serían éstas, por orden de probabilidad:
- Pandemia bacteriológica. Si por algo impactó tanto la llamada "crisis del ébola" es porque, en su momento, con tanta globalización, tanto movimiento de personas, tanto vuelo low-cost... es muy fácil que una epidemia realmente virulenta se extienda a nivel global y ¿quién sabe con qué están experimentando todos los laboratorios del mundo en estos momentos? La rapidez en que una enfermedad puede extenderse es realmente rápida y según la intensidad de la misma ¿daría tiempo a encontrar una cura? ¿y qué ocurriría si los primeros en verse afectados fueran los más cercanos como el personal médico o científico? Para mí esta sería la causa más probable.
- Catástrofe medioambiental o cataclismo lento. Lento porque las peores consecuencias igual no las sufriremos nosotros pero sí nuestros nietos o bisnietos: la progresiva contaminación, el agotamiento de los combustibles fósiles y los recursos naturales, la desertización, el cambio climático... Todo ello ya se está produciendo pero lo peor es que todavía haya mucha gente que lo niegue y, entre ellos, los que están a cargo de todo el cotarro (y no miro a nadie, sr. Trump).
- Ataque terrorista. Pues sí. Como es evidente, no somos los únicos que estamos cabreados con el estado actual de las cosas, los hay que lo están más, muy cabreados. Y desesperados. Y dispuestos a todo. ¿Y cuánto tiempo pasará antes de que alguien, en un ataque de locura u odio irracional decida utilizar un arma química o bacteriológica de gran impacto (ya hemos tenido avisos ¿recordáis el ataque con gas sarín del metro de Tokyo?) o, ya puestos, a hacer detonar un arma nuclear provocando una respuesta inmediata por parte de la nación atacada y, una reacción en cadena que implique al resto del mundo?
Asusta, ¿verdad? Bueno, no os asustéis, de momento todo pertenece al rango de la más pura especulación y al ámbito de la ficción. ¿O no?
Hasta entonces, exorcizaremos nuestros miedos refugiándonos en seguros terrenos ficticios como los proporcionados por series como The walking dead y similares pero, por si acaso (sólo por si acaso), yo ya tengo en mi biblioteca Zombi. Guía de supervivencia, de Max Brooks y Abrir en caso de apocalipsis, de Lewis Dartnell . Dos completas guías de mucha utilidad. Para estar preparado, nada más.
Y por si también queréis estar preparados, ahí tenéis un puñado de libros (novelas de zombis aparte) que ofrecen un vistazo ante lo que se nos puede avecinar. Bienvenidos al fin del mundo:
La tierra permanece (Earth abides, 1949), de George W. Stewart. Una visión muy lírica (que no dulce) del mundo después del apocalipsis y de los intentos de un puñado de supervivientes por preservar los últimos restos de la civilización. El otro gran clásico del género postapocalíptico.
El día de los trífidos (The day of the triffids, 1951), de John Wyndham. El comienzo de The walking dead (y el de 28 días después y el de Ensayo de la ceguera del premio Nobel Saramago) está copiado del de este libro. Un hombre despierta en un hospital tras una operación y descubre que la mayor parte de la humanidad se ha quedado ciega y a merced de unas mortíferas plantas inteligentes pero nada tan peligroso como el propio ser humano.
Soy leyenda (I am legend, 1954), de Richard Matheson. Un clásico. Una epidemia bacteriológica ha hecho que muera la mayor parte de la población y que, el resto, adquiera las características propias de los vampiros. La historia nos la cuenta la última persona "normal" que queda en el mundo.
La muerte de la hierba (The death of grass, 1956), de John Christopher. Una plaga acaba con toda la hierba del mundo y todas las especies de gramíneas. Y claro, después de la hierba vienen los herbívoros y, después de los herbívoros... el hambre.
El mundo sumergido (The drowned world, 1962), La sequía (The burning world, 1964), El mundo de cristal (The crystal world, 1966) y Rascacielos (High rise, 1975), de J. G. Ballard. Cuatro distintas visiones del apocalipsis (un mundo desértico, otro inundado, otro donde una extraña epidemia cristaliza a los seres vivos y otro donde la gente ha formado comunidades autosuficientes en sus propios edificios de viviendas) por parte de uno de los autores más originales de la cf británica (los británicos son especialistas en este género, por cierto).
Mecanoscrito del segundo origen (1974), de Manuel de Pedrolo. Alba, una niña de 14 años y Didac, un niño mulato de 9 se convertirán en los padres de una nueva humanidad después de que esta haya sido arrasada. Una de las novelas más leídas en Cataluña y una de las mejores de la ciencia ficción española.
Apocalipsis (The stand, 1978, ampliada en 1990), de Stephen King. Una mutación del virus de la gripe acaba con el 95% de la población mundial. Los supervivientes a lo largo de todos los USA se irán agrupando en dos bandos, el Bien y el Mal, destinados a enfrentarse irremediablemente. El final es una caca pero el desarrollo del libro y el mundo que describe ha hecho de él otro clásico.
El cartero (The postman, 1985), de David Brin. Un pobre hombre sobrevive como puede tras el apocalipsis hasta que, huyendo de unos asaltantes, se refugia en una vieja furgoneta de correos abandonada. Tras cambiar sus raídas ropas por el uniforme de cartero que encuentra, la gente le toma por una muestra del renacimiento de la civilización y es que, a veces, el mejor recurso para sobrevivir es la esperanza.
El canto del cisne (Swan song, 1987), de Robert McCammon. Una novela muy influida por la mencionada de Stephen King que nos narra la lucha entre el Bien y el Mal enmarcada en una historia de supervivencia después de un holocausto nuclear.
Las torres del olvido (Drowning towers, 1987), de George Turner. El mejor ejemplo literario de lo que antes he denominado como "apocalipsis lento". Pobreza, paro y desempleo endémicos, cambio climático y agotamiento de los recursos naturales en una novela que asusta por lo verosímil del mundo que describe.
La carretera (The road, 2006), de Cormac McCarthy. Sin duda el más duro de los libros de esta lista. No apto para corazones débiles. Un padre y un hijo recorren un mundo arrasado con todas sus posesiones en un carrito de supermercado. En su camino hacia el mar se enfrentarán a todo tipo de peligros (y horrores) pero al final, por encima del horror, siempre quedará el amor de un padre por su hijo.
El yermo (2013), de Sergi Llauger. En una Gran Bretaña devastada, dos hermanos emprenderán un peligroso viaje en busca de su padre desaparecido, quien puede estar en posesión de un secreto que podría cambiar el mundo en que viven.
Estación Once (Station eleven, 2014), de Emily St. John Mandel. En una línea muy similar al libro de David Brin, un grupo de personas sobrevive yendo de asentamiento en asentamiento representando obras teatrales y musicales pero pronto se las tendrán que ver con un fanático líder religioso que ha subyugado a varios supervivientes.
Que durmáis bien.